Más al sur de la población más austral del planeta hay un gran bosque, con ríos, lagos y una biodiversidad insólita para esas latitudes, al amparo climático de la “cola” de la Cordillera de los Andes. Como un mirador del mítico vértice donde confluyen la frontera marítima oriental y la montañosa occidental de Argentina -tan distantes en el norte del país- y frente a las aguas de los dos océanos, se encuentra la Bahía Lapataia.
La Ruta Nacional 3 nace en la Ciudad de Buenos Aires con el nombre de Avenida Independencia, y recorre más de 3.000 kilómetros con rumbo sur. Tras cruzar Ushuaia dobla al oeste y el asfalto se acaba al entrar al Parque Nacional Tierra del Fuego. Luego de un pronunciado descenso durante el cual serpentea entre altos bosques de lengas y coihues, gira en U y desaparece sobre el pasto de un claro en la bahía Lapataia, en un punto que está más al sur que cualquier otro lugar habitado del planeta: El Fin del Mundo.
Allí hay un cartel de madera que indica “Aquí finaliza la Ruta Nac. Nº3”, junto al cual se puede oír hablar en varios idiomas y todos los turistas quieren posar para una foto que recuerde que estuvieron en ese punto extremo.
Los que llegan en vehículos propios hacen sonar las bocinas como muestra de alegría, luego de haber atravesado los ventosos desiertos de la costa patagónica, cruzado en ferry el Estrecho de Magallanes, rodado por el también ventoso lado chileno de Tierra del Fuego, vuelto a entrar a Argentina para alcanzar Ushuaia y de allí, el último tramo de 12 kilómetros, hasta donde no se puede avanzar más por tierra hacia el sur porque se acaba el continente americano.
Algunos arriban en poderosas camionetas con espesas costras de barro y bollos de pedradas en su carrocería. otros lo hacen en motos igualmente castigadas por el clima y el terreno, también enchastrados de lodo los gordos mamelucos que los abrigan,
ya que las temperaturas suelen ser siempre muy bajas en las rutas fueguinas aún en verano, probablemente la única estación en que se puede llegar a este lugar sobre dos ruedas.
Una pareja llega en una moto de gruesas ruedas a una velocidad tan baja que parece increíble que pueda mantener el equilibrio. El conductor, embozado en un pasamontañas, levanta el visor del casco y sonríe con los ojos y festeja con cortos toques de bocina; su acompañante saluda con un puño de victoria en alto y mantiene la filmadora en la otra mano, mientras son recibidos con aplausos por los turistas. Aunque siempre hay alguien dispuesto a sacar la foto de rigor a los grupos en que nadie quiere quedar fuera de la imagen, un hombre mayor acomoda un trípode y abraza a su mujer junto al cartel que además recuerda que se está a 3.063 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires. En una combi familiar, algunos arman un picnic y brindan con champán.
DONDE NACE EL MUNDO
Gracias al abrazo que da la cordillera a esta última y pequeña porción de América austral, antes de también desaparecer en ese punto de confluencias (aunque más hacia el este de la isla), en Lapataia reina un microclima húmedo, de vientos benévolos en superficie, con altos bosques entre ríos y lagos y una fauna autóctona y exótica que no se ve en otros puntos de latitudes similares.
“Esto no es el Fin del Mundo, acá empieza el Mundo”, dijo un guardaparques a CsM, a modo de aclaración, parafraseando un viejo slogan promocional de la isla que quedó como una consigna para muchos fueguinos. Para el visitante sigue siendo un punto extremo del mundo y la emoción es la misma, sea el principio o el fin de éste.
A veces no hay vientos de superficie, pero las nubes corren tan rápido en la altura que de la llovizna y el cielo encapotado se pasa, en cuestión de minutos, a una tarde radiante de sol y hay que alivianar ropas de apuro para no sofocarse y quedar bañado en transpiración, lo cual será peligroso en cuanto vuelva a nublarse y baje repentinamente la temperatura.
Desde la costa, contrariamente a lo que se podía esperar en el Fin del Mundo, no se ve un mar infinito hasta el horizonte, tras el cual se podría adivinar el desierto blanco de la Antártida, sino la margen opuesta de la angosta bahía con sus aguas azul oscuro, la isla Redonda en el medio y, allende el Canal Beagle y entre grises nubes que se alejan, la también azulada isla chilena Navarino.
Unas pasarelas de madera permiten caminar sobre la turba -milenarios pastos muertos que nunca se descomponen ni se secan, debido al frío y la humedad de este particular ambiente y que son un valioso fertilizante- y atravesar arroyos e hilos de agua. Junto a este camino artificial, pasean antropizados casales de cauquenes y algunos roedores que los guías llaman “ratas-liebre”, que se confunden con los conejos importados que se volvieron silvestres.
Por el borde norte de la bahía, la Senda Costera lleva por una playa de guijarros acariciados por diminutas y suaves olas transparentes hasta Ensenada Zaratiegui -conocida popularmente como bahía Ensenada. El otro extremo de la pasarela termina en el límite sur de la bahía junto a un pequeño embarcadero flotante en el que flamea una bandera argentina, y quizás ese casi ignoto punto al que también muchos quieren llegar para posar para la postal personal sea el verdadero fin del mundo continental.
El agua deja ver las piedras del fondo a poca profundidad y refleja el verde de los guindos, o “árbol bandera”, cuyas copas fragmentadas como nubes se prolongan hacia el mar como en un esfuerzo por alejarse de las barrancas rocosas en que crecen. Los esféricos llaollaos, típicos hongos andino patagónicos que alcanzan el tamaño de una pelota de golf, se destacan amarillos sobre los oscuros nudos de ésas y otras especies arbóreas.
En el bosque graznaban las bandurrias y se oía el picoteo furioso de los pájaros carpinteros sobre las lengas, a las que eligen para hacer nido por su blanda madera, lo mismo que los castores, que la utilizan para construir sus diques.
En La Castorera y los arroyos Negro y Castor, maravillan esas obras de ingeniería que forman embalses que son el hábitat de estos roedores, pero también alarma ver los bosques de lengas arrasados, con troncos quebrados y ramas peladas cual esqueletos secos, como después de un incendio forestal, a causa de esta especie importada que se convirtió en plaga.
Sobre la margen izquierda del río Lapataia y junto al lago Roca, hay campings y espacios para picnic, donde conejos y liebres corretean próximos a los turistas. Desde allí, una caminata de mediana dificultad de unas dos horas lleva hasta el “hito 24”, en el cordón Pirámide, que marca el límite con Chile y es un mirador natural desde el cual se tiene una espectacular panorámica de toda la bahía.
Otra opción, en el extremo oriental del parque, es bordear el río Pipo hasta la cascada homónima, con sus saltos espumosos en un punto donde se estrecha entre grandes bloques de piedra marrón que se destacan en medio del suave y húmedo verde que cubre el suelo y los arbustos con flores multicolores.
A pocos metros y por una trocha muy angosta pasa el turístico Ferrocarril Austral Fueguino –antiguo tren de la prisión de Ushuaia-, hoy tan bien cuidado, prolijo y pulido que parece de juguete, como si estuviera siempre preparado para la foto –y quizás es así-, a diferencia de otros trenes históricos del país, como la Trochita, de Chubut y Río Negro; el de las Nubes, en Salta, o los de Entre Ríos, en los que se nota que son usados por gente «de verdad«.
Si el clima ayuda, es bueno dedicar una jornada entera para disfrutar de este punto que es el más austral que alguien puede llegar por sus propios medios. El lugar tiene la calma de los espacios no habitados por el hombre y el silencio sólo es alterado por el aletear de los pájaros, o su canto, y el correr del agua de ríos y arroyos entre las piedras. También es un sitio ideal para el avistaje de fauna y flora silvestres.
PROA AL NORTE
Ya de regreso, rumbo al norte aparecen a la izquierda otra vez las vías del tren en la Estación Fin del Mundo, donde dos locomotoras elevan sus blancas nubes de vapor en el ambiente helado de la tarde, y de lejos el conjunto nuevamente semeja uno de esos juegos de niños o una maqueta armada por un puntilloso arquitecto. Después se ve un bar y otros locales de comidas y bebidas y luego, al retomar el asfalto, las primeras casas que de a poco se multiplican y anuncian la cercanía del conglomerado urbano de Ushuaia.
Después de haber estado en ese punto extremo del continente y al comenzar a desandar el camino hacia la civilización, se tiene la sensación de que el guardaparques tenía razón, que ese vértice sureño del país y de América no es el fin de nada, sino que allí nace el Mundo.- (CsM)
Gustavo Espeche ©rtiz
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