“No creo haber visto en mi vida lugar más aislado del resto del mundo que esta grieta rocosa en medio de tan extensa llanura”, escribió hace 183 años Charles Darwin, al descubrir el cañón del Deseado desde los altos y rojizos miradores naturales que hoy llevan su apellido, a unos 40 kilómetros de la costa norte de Santa Cruz.
La Patagonia tiene la virtud de siempre sorprender en el momento en que todo parece conducir al bostezo, en especial en la estepa y sus amplios desiertos con caminos solitarios y de aspecto previsible. Es allí cuando, tras una curva, una loma o un desnivel en el camino el viajero puede sentirse transportado a otro lugar del mundo, ya que aparecen paisajes diametralmente distintos al que los acompañó durante las horas previas.
Así ocurre al transitar por unos campos aledaños a Tellier, donde tras un largo trayecto desde Puerto Deseado por un paisaje anodino de pastos bajos y amarronados hasta el horizonte, aparecen unas lomas y, de repente el camino termina y se elevan los promontorios de roca roja que son el borde de los paredones de centenares de metros de alto que encierran el cañón. Un hilo de agua serpentea entre rocas menores en el fondo de limo amarillento y se suma al conjunto que, con algún verde en las praderas, contrasta con el azul impecable del cielo sureño.
La mencionada frase con que el naturalista inglés inmortalizó en sus cuadernos de viaje ese paisaje, al que vio por primera vez en 1833, es casi un eslogan de Puerto Deseado que se puede leer en folletería y anuncios de agencias de turismo. Los promontorios, que brindan unas vistas panorámicas inigualables del cañón, se elevan a unos 42 kilómetros al oeste de esa comuna santacruceña, donde la única ría de Sudamérica se convierte en el río Deseado.
Desde la altura, la imagen enmarcada en una quietud y silencio primordiales semeja la de un mundo aún en formación, una vuelta al Génesis, en el que el visitante puede sentirse como un invasor cuya presencia profana ese lugar detenido en los tiempos geológicos previos a la existencia humana.
A LOS MIRADORES POR TIERRA
Darwin llegó a este destino a bordo del Beagle, tras remontar la ría Deseado y entrar al agua dulce del río, que atraviesa la Patagonia desde su nacimiento en el cordillerano Lago Buenos Aires, unos 600 kilómetros al oeste. Ese acceso se mantiene hasta hoy, para el turismo, con botes semirígidos que entran por la ría hasta donde la marea lo permite, más una caminata de baja dificultad en los últimos kilómetros, ya en el cauce del Deseado
Otra forma de acceder a los Miradores –como lo hizo la primera vez CsM– es terrestre, en un circuito que se extiende unos 70 kilómetros desde Puerto Deseado, por rutas de asfalto y de tierra -la nacional 281 y la provincial 47, respectivamente. Tras llegar a la localidad de Tellier por la 281, se toma la segunda ruta, que en realidad es sólo poco más que una huella en el desierto poblado de coirones, que como penachos indican siempre la dirección del viento, y moas, una mata que es el principal alimento de la oveja patagónica.
El camino atraviesa tierras de la estancia La Aurora, donde hasta hace unos años los turistas debían pagar un peaje para continuar, ya que hay una tranquera con un candado con combinación, cuya clave se debía obtener en Puerto Deseado, previo pago de un arancel a su propietaria, Matilde Wilson. Ahora ya no pueden ir turistas en forma particular y ese peaje está incluido en la tarifa de los prestadores de las excursiones, que varía de 400 a 600 pesos. La mujer -descendiente de una de las familias de inmigrantes fundadoras de Puerto Deseado- acostumbraba liberar el paso a investigadores y periodistas.
Un pequeño cartel en cruz junto al camino anuncia «Miradores de Darwin”, acompañado del dibujo de una flecha, aunque la indicación no es necesaria para los vaqueanos que conducen las excursiones. A partir de allí comienzan unas suaves lomadas, en cuyas crestas a la distancia se pueden ver manadas de guanacos con sus cuellos estirados olfateando en dirección a los recién llegados.
Mientras la excursión en lancha permite el avistaje de fauna marina y la que habita los cañadones laterales, a lo largo de gran parte de los 42 kilómetros de agua salada, en el paseo por tierra se encuentran aves de la estepa, especialmente rapaces y choiques (también llamado ñandú petiso o de Darwin, entre otros apelativos), y mamíferos como liebres y piches, además de los guanacos.
El guía local que acompañó a CsM, Jorge Cis –uno de los propietarios de Cis Tours– explicó que en esa zona habitualmente predominan los marrones y amarillos opacos, y que a veces tras las lluvias brotan pequeñas flores silvestres de colores vivos que asombran aún al conductor experimentado.
Al final del camino, luego de una muy empinada cuesta, sólo fue necesario caminar un centenar de metros para pararse en la cima de alguno de los miradores y apoderarse del mundo con la mirada: el río se extendía infinito y zigzagueante a un lado y otro de cualquiera de esos puntos, hasta perderse en el horizonte al oeste y hasta convertirse en ría al otro lado y, más allá de la vista, entrar al Atlántico.
La bóveda era de un azul profundo, con delgadas nubes estiradas como rayos por los fuertes vientos de altura hasta que se desarmaban y desaparecían lentamente. A la distancia se veía la famosa “roca triangular” que Darwin hizo dibujar al pintor de sus viajes, Conrad Martens, cuando descubrió los Miradores, y cuya reproducción decora numerosos comercios y oficinas de Deseado, además de estar impresa en postales locales.
Una paz total domina el sereno y a la vez contundente paisaje y es bueno sentarse en una roca de las más altas o al borde de una cornisa y encontrar detalles, como la casa donde vivía un puestero de estancia en el Paradero del Paso, camuflada por el polvo y el tiempo allá abajo, del otro lado del río unos kilómetros al oeste (I), o las huellas de las manadas de guanacos que forman franjas de puntos en el limo. Hay quienes se paran sobre los extremos de las rocas más prominentes al borde del abismo y su imagen, que expone la pequeñez humana frente a todo el colorido cañón de fondo, recuerda a Ethan Hunt escalando en alguna película de la saga «Misión: Imposible«.
EN EL FONDO DEL CAÑÓN
Después de observarlo un rato desde arriba, el fondo del cañón llama a visitarlo y Cis indica el camino más fácil, entre matorrales bajos de duraznillos y calafates, entre otras especies autóctonas. Desde el sendero entre pastos y arbustos como el molle se puede ver en la pelada ladera del frente los senderos en cornisa que trazan los guanacos en su continuo caminar milenario, que dibujan un entramado geométrico en las praderas rojizas.
Abajo, el paisaje es distinto pero las sensaciones son similares antes esos millones de años que envuelven al visitante, que nuevamente es el único que genera ruidos, ya que ni siquiera el agua de los meandros parece moverse.
El suelo del cauce, que desde arriba parecía una alfombra amarilla lisa y mullida, o un parejo arenal, está totalmente reseco y cuarteado en grandes escamas, aunque cerca del curso de agua se convierte en un lodo muy resbaloso y pesado, en el que se hunden los pies y que se pega fácilmente al calzado, para luego ser muy rebelde al momento de quitarlo.
Los paredones son de rocas de origen piroclástico, por lo que presentan numerosas grutas de un tono sombrío, que fueron burbujas de gases en la época de erupciones, algunas convertidas en ventanas por la erosión del agua. El sol patagónico es implacable en un ambiente tan diáfano, y aún con la protección de sombreros y cremas la sensación es que pronto la piel se cuarteará como el suelo.
Era imposible aprovechar las pocas sombras junto a las rocas que alguna vez fueron islotes, ya que mantenían la humedad de las últimas lluvias que drenaron desde las colinas y estaban rodeadas de charcos y barriales, por lo que después de gozar del paisaje y cargar de imágenes las memorias digitales y las naturales, comenzó el retorno, que no fue tan fácil como el descenso por el camino de la quebrada. Cis condujo al grupo por senderos zigzagueantes de la ladera, similares a los de los guanacos, que permitieron tener nuevas vistas del paisaje hacia el oeste, pero la caminata en subida y los calzados pesados por el limo lo hicieron más cansador.
Al avanzar la tarde el sol hace variar los colores de las rocas, extiende sombras en curiosos dibujos sobre el cañón y entonces vale la pena el duro ascenso de regreso a la cima de los Miradores, para recrear la mente con esa imágenes, en el momento que brindan las mejores fotos, y que son las mismas que deslumbraron a Darwin hace 183 años. (CsM)
Gustavo Espeche ©rtiz
(Derechos Reservados)
(I) También se pueden visitar los Miradores por la margen sur del cañón, en un recorrido más largo, que pasa por la estancia El Amanecer. Desde allí se tienen vistas panorámicas con otra perspectiva y se puede acceder a la Roca Triangular y a sitios arqueológicos. Es una excursión tan atractiva como ésta, que CsM concretó en otro viaje y sobre la cual se publicará oportunamente un artículo con fotos.
Un comentario
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