En el año del bicentenario del cruce de los Andes por el Ejército del General San Martín, la historia y el turismo aventura se dan la mano a miles de metros de altura como cada febrero en la cordillera de San Juan. La Expedición Sanmartiniana revive la travesía del Ejército libertador en su épico cruce a Chile por angostos caminos de cornisa, con temperaturas gélidas en la noche y calcinantes en el día, al lento y duro tranco de las mulas. Un centenar largo de jinetes se arrima a los 5.000 metros de altitud y llega hasta la frontera, donde se reúnen con otros expedicionarios del país vecino para el aniversario de la decisiva Batalla de Chacabuco, librada el 12 de febrero de 1817.
No es un paseo ni una excursión, sino una travesía rigurosa por el clima, por la altura y por el terreno a recorrer, ya que no hay rutas ni espacios por los que puedan circular vehículos a motor; sólo los pedregosos senderos, a veces nevados, virtualmente iguales a los que transitó el Ejército Libertador dos siglos antes.
No obstante, esta expedición recrea sólo unos pocos días de la epopeya sanmartiniana, ya que son unas siete u ocho jornadas entre ida y vuelta, incluida la primera que es de aclimatamiento, en la localidad de Barreal, a unos 2.000 metros sobre el nivel del mar (msnm). La travesía real comenzó muchos kilómetros y varios días antes en El Plumerillo, en la vecina provincia de Mendoza.
MANANTIALES
En la Estancia Manatiales, donde el pasto verde y fresco aún cubre el terreno rocoso a raíz de los hilos de agua surgentes en la zona -que le dan el nombre al lugar-, comienza la travesía en mula. Aunque muchos guías y personal militar van a caballo, los invitados -entre ellos funcionarios, diplomáticos extranjeros, artistas y periodistas- lo hacen en mulares, ya que por su carácter y capacidad física son animales mucho más seguro en la altura de la montaña.
A poco de partir la vegetación decrece y se torna dura, espinosa y oscura; ya no cubre la roca sino que sobrevive entre ella. Los tonos opacos de las cabalgaduras y de los uniformes se confunden con el entorno, pero la caravana tiene el colorido de sus numerosas banderas argentinas, sanjuaninas y algunas chilenas, además de los tonos vivos de ropa y equipo de los invitados civiles.
El primer día no es el más largo de cabalgata, pero para los novatos resulta el más duro, porque en unas nueve horas de marcha deben adaptarse a la escasez de oxígeno en el aire, al traqueteo lento y duro de las mulas, a las ráfagas de viento seco que curten la piel y meten polvo en ojos, oídos y por cualquier borde de la ropa y, sobre todo, a mantener la calma en las cornisas pedregosas de 50 centímetros de ancho, con la pared de roca de un lado y precipicios de centenares de metros en el otro.
Salvo unos pocos con experiencia en equitación, la mayoría se limita a dejarse llevar por la mula que sigue a la caravana y cuando el animal decide salir del camino para tomar agua o masticar algún pasto suelto, se limita a pedir ayuda a gendarmes o baqueanos, que lo retornarán a la senda.
«La mula es un caballo que piensa«, le dijo a CsM durante una de estas expediciones el vicegobernador de San Juan, Marcelo Lima, que además es uno de los coordinadores históricos de estos cruces. El caballo es amigable con el jinete, puede ser muy fiel y hacer todo lo que se le indique, aún maniobras riesgosas; la mula nunca saltará un barranco, ni intentará cruzar un río que su instinto no le indique que puede hacerlo, porque la mula se cuida a sí misma al margen del deseo del jinete, y así también él está seguro sobre ella. Pero si el hombre no tiene la firmeza en las riendas y piernas para demostrarle que es él quien manda, la mula hará lo que le venga en ganas.
PIEDRAS COLORADAS
Después de unas tres horas, la estrecha garganta por la que corre el río junto al cual avanza la expedición se abre entre unos promontorios que viran entre el rojo y el naranja. Se trata de Piedras Coloradas, un plano con pastos y arroyuelos en el que se hace una parada para un rápido almuerzo y el primer descanso, y donde los primerizos descubrirán cuán cansados estaban, especialmente al momento de volver a montar.
Allí los gendarmes, soldados y baqueanos montañeses, como en todas las paradas, ajustan la cinchas de las mulas de los civiles, un factor fundamental para evitar caídas o molestias que incomoden o puedan hasta desbocar al animal. El tramo siguiente lleva a Trincheras de Soler, conocido como Alto Las Frías, donde se sueltan los animales y se pasa la noche.
LAS FRÍAS
En Las Frías, una avanzada de uniformados espera a los expedicionarios con tortas fritas (llamadas sopaipilla, en San Juan), mate y té. Luego vendrá asado de charque y guiso para la cena, acompañado de vino sanjuanino. De todos modos, ya a 3.600 msnm se debe caminar lentamente, no hacer movimientos bruscos, respirar profunda y suavemente, y se recomienda comer frugal y no beber alcohol.
Por la noche se comprende el sobrenombre de Las Frías, cuando la temperatura puede bajar a 15 grados bajo cero, con vientos acompañados de lluvia helada o aguanieve. Cerca de las 6 del día siguiente, cuando el trompeta toca Diana, aún si no nevó el campamento está cubierto por una fina capa de escarcha, lo mismo que las lonas interiores de las carpas donde se condensó la humedad de sus ocupantes.
Tras un desayuno caliente y más sopaipillas, se reanuda la marcha cuando el sol ya encandila en los picos de los cerros y la luna aún brilla en un cielo generalmente despejado. Pronto hay que quitarse los abrigos pesados porque en ese ambiente de escasísima humedad los rayos calientan rápidamente la piedra y la sangre, mientras el camino se vuelve más escarpado y ocurren algunas caídas por cinchas desajustadas o falta de destreza.
Desde Las Frías, los médicos militares y civiles suministran calmantes, antinflamatorios y analgésicos, vía oral o inyectables, para quienes rodaron sobre las piedras, los que están doloridos por el traqueteo y quienes sufrieron torceduras o esguinces. También se dan casos de quemaduras por el sol o pieles cuarteadas por la sequedad y además deben atender a los que descubren que sufren vértigo y comienzan a vomitar o a marearse. Varias veces hubo que retirar de urgencia en el helicóptero de la Gobernación a expedicionarios con quebraduras de costillas u otros huesos.
Estos hechos, como el de un gendarme al que una mula le rompió una vena de la boca de un cabezazo y debió ser suturado en el lugar donde dejó un gran charco de sangre, asustan a algunos iniciados, pero está claro que pasado Manantiales se entra en un punto de no retorno. Así fue durante el cruce histórico, en el que San Martín puso en la retaguardia un pelotón destinado a evitar deserciones a cualquier precio (en estas excursiones el criterio de no retorno es más flexible).
EL PUNTO MÁS ALTO
La subida continúa y pronto los cerros que dominaban el camino desde arriba parecen muy bajos a las espaldas. Luego asoman al frente altos picos nevados, entre ellos el del Mercedario, que con sus 6.678 msnm acompañará a la expedición al llegar a lo más alto del trayecto: El Portezuelo del Espinacito.
Antes de emprender la subida al punto más alto de la travesía, se hace una parada en la quebrada, parcialmente cubierta de nieve, donde los animales se hidratan en el arroyo y los expertos ajustan las cinchas de todos para arremeter la empinada subida.
En el portezuelo del Espinacito, a 4.825 msnm, las mulas llegan transpiradas y algunas se dejan caer de lado sobre la nieve para refrescarse, mientras junto a una alta roca que obra de hito con una placa en recuerdo a la gesta sanmartinana, se realiza un homenaje con el canto del Himno Nacional.
Desde allí se ve también al gigante de América, el Aconcagua, que desde Mendoza sobresale entre otras cimas con su cumbre de nieves eternas a 6.962 msnm. Entonces empieza lo que para algunos es la parte más vertiginosa, el descenso hacia las Vegas de Gallardo, por senderos en zigzag y cornisa, con curvas tan cerradas que el animal queda con el cogote en el vacío y debe hacer finísimos movimientos para girar, ante lo cual muchos bajan de las cabalgaduras y descienden a pie, sólo sosteniéndose de las riendas, pero dispuestos a soltarlas si el animal sufriera un resbalón hacia el precipicio.Después de un tramo muy abrupto el camino se nivela y se puede disfrutar de una verdadera paleta de pintor compuesta por montañas de diversas alturas y distancias, que combinan rojos, verdes, azules, blancos y amarillos con otros tonos menores de sus minerales, siempre bajo el fuerte celeste de uno de los cielos más diáfanos del planeta y las nieves del Aconcagua al fondo.
LOS PATOS
Luego de bajar unos mil metros desde El Espinacito, las Vegas de Gallardo aparecen como un oasis verde a 3.800 msnm, con su hilo de agua cristalina que refleja el cielo entre unas laderas muy rojas y cortadas a pico que las protegen del viento. El sol pega fuerte y muchos empapan las cabezas y torsos descubiertos en el arroyo, que es una naciente del río Los Patos. En ese descanso, los animales comen pasto fresco y recuperan energías tras el esfuerzo de la anterior subida; los expedicionarios hacen lo propio mientras almuerzan.
El último tramo del día es por el cauce del río Los Patos, que supera el kilómetro de ancho pero está casi seco en esta época; puro canto rodado, atravesado en algunas partes por cauces de agua playos y rápidos. Es un trayecto lento, sin riesgos ni dificultades pero agotador, porque se lo recorre en las horas más tórridas, cuando algunos termómetros marcan unos 45 grados a la sombra y el valle de pedregullos encajonado por montañas de piedras peladas que refractan impiadosamente los rayos del sol semeja un horno interminable, generando somnolencia, mareos y hasta espejismos.
REFUGIO SARDINA
Después de unas cuatro horas de dejarse llevar por el animal que se deja llevar por las huellas de los anteriores, por la costumbre o el instinto, aparece un punto oscuro a lo lejos que no es un espejismo sino el refugio Ingeniero Sardina, junto al río Volcán, donde se pasa la última noche previa a la frontera, luego de un día de descanso. A 2.800 msnm es el punto más bajo de la travesía y, tras haber estado 2.000 metros más arriba, ya nadie siente apunamiento; además, en las noches se arman grandes comilonas, con buenos vinos y guitarreada.
Hubo un cruce, en que la fiesta debió esperar hasta después de medianoche, porque varias mulas de carga, que van por un camino más rápido, se desbarrancaron y murieron en la Cuesta de la Honda. Los baqueanos y gendarmes que las arriaban debieron bajar a recuperar las cargas, entre ellas las cajas con vino y estuches de guitarras de los gauchos que tocan a la noche en los refugios.
En la jornada de descanso todos estiran las piernas, acomodan los huesos, hacen caminatas por el valle de pastos verde amarillentos, disfrutan del purísimo aire de la altura, se dan chapuzones en el río y, sobre todo, se relajan y terminan de conocerse en mateadas y partidas de truco. A veces, los gendarmes sorprenden con pescados del día fritos o un jamón entero de guanaco.
Al día siguiente, en el último tramo se bordea y cruza el río Los Patos varias veces entre pastizales y barriales y, tras subir un portezuelo de altura imprecisa, se llega al hito fronterizo de Valle Hermoso, por donde entró a Chile el Ejército Libertador, a 3.500 msnm. Este trayecto, aún para los noveles (a esa altura ya no tan noveles) resulta casi un paseo.
EL ENCUENTRO
A unos centenares de metros del hito fronterizo de metal, sobre la imaginaria línea limítrofe, hay sendos bustos de San Martín y el prócer máximo chileno, Bernardo O’higgins, y junto a ellos decenas de placas y homenajes que cada año colocan los expedicionarios. Tras la derrota en la batalla conocida como El Desastre de Rancagua, O’higgins cruzó a Mendoza y se sumó con sus hombres al ejército de San Martín y al final de este recorrido participó de la Batalla de Chacabuco.
La columna arriba casi en simultáneo con una similar que atravesó los Andes desde el lado chileno y, al verse, ambas realizan una carga de caballería que culmina con abrazos e intercambios de banderas y presentes. En torno a las esculturas se cantan los himnos nacionales de los dos países, se ofician misas de campañas, se brinda repetidas veces con vinos argentinos y chilenos y se arma una alegre celebración con guitarras, bombos y baile entre mujeres y hombres de los dos países, en medio de vivas a las patrias, la Independencia y la Libertad.
EL RETORNO
El regreso siempre parece más breve, fácil y rápido. Al caer la tarde todos están en el refugio Sardina y tras una larga noche de fogones y camaradería, al despuntar el amanecer se emprende la vuelta por el cauce de Los Patos, que a la mañana resulta más amigable y pronto se está de nuevo almorzando en las Vegas de Gallardo.
De allí se toma un camino diferente al de ida hacia Las Frías, por el Portezuelo de la Honda, que con sus 4.200 msnm es más bajo que el del Espinacito pero con caminos más riesgosos: allí fue donde cayeron las mulas -cuyos cadáveres estaban al fondo de un barranco ya casi pelados por aves y otros animales carroñeros- y además hay tres cruces improvisadas que recuerdan a sendas personas fallecidas en esa ruta, aunque no en cruces sanmartinianos.
Los senderos en subida son más escarpados y hay largas cornisas desde las cuales, como desde un magnifico palco, se puede ver un mar de infinitas cimas de la cordillera hasta el lado chileno, bajo el cielo despejado o cubiertas por nubes de tormenta. Algunas de estas precipitaciones alcanzan a la expedición con agua o nieve y viento en forma repentina, y aún con el sol radiante hay que apresurarse y ponerse lo más abrigado que se tenga a mano y cubrirse con capas impermeables ante el repentino bajón de temperatura.
No hay dónde refugiarse, por lo que los expedicionarios no tienen otra opción que persistir en la subida y parecen embozados de alguna secta en medio del temporal que cambia el polvo por el agua y la nieve. El sendero es angosto y sin «colectora», por lo que cualquier inconveniente que detiene a un jinete obliga a formar una larga fila en espera de solucionarlo.
Esas situaciones son muy peligrosas para quienes montan a caballo, ya que mientras las mulas pueden esperar impávidas quizás un día entero al borde un abismo, los equinos se ponen nerviosos, comienzan a empujar al de adelante o a patear al de atrás si éste lo empuja, algunos patalean junto al precipicio y los guías y gendarme ordenan apearse para no arriesgarse a caer al precipicio con el animal. Otro método de tranquilizar a los animales en estas situaciones es vendarles los ojos para que no vean los precipicios y así evitar los ataques de vértigo.
En el portezuelo corre un fuerte viento helado y los copos son en realidad diminutos granizos que lastiman la poca piel que puede quedar al descubierto en estas circunstancias.Pronto, como un punto diminuto aparece al fondo del camino en descenso el campamento de Alto Las Frías, con sus grandes carpas «medio caño» e hilos de humo que prometen comida y bebida caliente, donde se pasa la última noche. Desde allí, al día siguiente, el retorno a Manantiales es simplemente otro paseo, al final del cual todos festejan la patriada.- (CsM)
Gustavo Espeche ©rtiz
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Un comentario
Muy bueno es hermoso todo.
Quiero participar de una expedición cómo hago para anotarme gracias espero tu respuesta