Cronicas del Sur

Castillos de Pincheira: paisajes, historia y leyenda en Mendoza

Facebook
Twitter
LinkedIn
WhatsApp

Al monumento natural Castillos de Pincheira, en Mendoza, se lo puede disfrutar de diversas maneras: mediante la contemplación visual de sus particulares geoformas, en la esforzada aventura de trepar a su cima y con las sensaciones que invaden a quien se interna en sus entrañas cargadas de historias, leyendas y misterios.

La formación rocosa aparece a lo lejos como una franja oscura sobre las opacas laderas del valle del Malargüe, en el sur provincial,  y parece una sombra más de las bardas de la zona, al otro lado del río del mismo nombre que corre junto a la pedregosa ruta provincial 27. Pero al acortar distancia, esa sombra toma volumen, se eleva y mientras torna al amarillo rojizo se fragmenta en grandes bloques que, más cerca, definen la forma por la cual se los llamó “Castillos de Pincheira”, al combinar su aspecto con el apellido de unos bandoleros que se refugiaban en ellos hace dos siglos. 

Los Castillos emergen a la derecha del río en un sector donde el valle se ensancha, la humedad prevalece entre las piedras y el verde se expande en mallines, arbustos de hojas frescas, hierba tierna y árboles frondosos, a diferencia del pastizal duro y amarillento, con molles y chirriaderas, que caracteriza buena parte de la ribera hasta la ciudad de Malargüe, 27 kilómetros al este.

Unos delincuentes que tras la independencia de Argentina y Chile asolaron poblados a ambos lados de la cordillera, liderados por los hermanos Pincheira -ex soldados realistas- tuvieron entre esas rocas un refugio inexpugnable durante muchos años.

Vistos desde la polvorienta ruta de ripio, los bloques angulosos se asemejan más a filosas proas de una escuadra naval que a castillos. Pero en ese desierto montañoso y mediterráneo, y en épocas en que los barcos tenían otro perfil, era improbable que a quienes los bautizaron se les hubiera ocurrido asociarlos con naves marinas.

Las aguas del Malargüe corren con fuerza y diáfanas durante el deshielo del estío y dejan ver su fondo de grandes cantos rodados, bajo el azul impecable del cielo reflejado en su superficie matizada por pequeñas turbulencias e incontables capullos de espuma blanca. El curso de agua era también una protección para los Pincheira al constituir una barrera natural frente a los Castillos, aunque hoy es franqueado por un puente colgante de madera, de casi cien metros de extensión.

Después de admirar a la distancia su imagen digna de postales, comienza la aventura de acceder al monumento natural, para lo que hay que caminar sobre esas maderas que a cada paso se mueven como el teclado de un piano, tomarse de los cables de acero que las sostienen para mantener el equilibrio y resistir al fuerte viento que corre encajonado sobre el cauce, para no caer a las heladas aguas que braman unos metros más abajo. Hay un cartel que, por seguridad, prohíbe el paso a más de tres personas a la vez, y en esos momentos es imposible no recordar que ese puente es la reposición de otro similar que se desplomó y fue arrastrado por la corriente años atrás.

Para llegar al puente hay que pasar por un camping ubicado entre el camino y el río, que tiene un bosque de álamos y, gracias a  un desvío del agua, una pequeña laguna artificial junto a la cual se puede acampar. Los pájaros cantan ocultos en las copas de los árboles y bajan raudos a llevarse migajas de las comidas de los visitantes, mientras una tropilla de caballos retoza y se alimenta de los pastos verdes inundados junto al pequeño espejo de agua, hasta que alguien los alquila para una cabalgata por el valle. Pero las bondades del cámping pasan inadvertidas ante el poderoso imán que significan los castillos.

Desde el puente se aprecian los estratos sedimentarios que conforman las torres y  paredones que exponen toda la gama del amarillo y el ocre, a los que la erosión de miles de años les otorgó formas que, ayudadas por los juegos de sombras, dibujan columnas, capiteles, balcones y bóvedas, hasta convencer al visitante que lo que un rato antes parecía un grupo de proas es en realidad un castillo, en el que no faltan amplias puertas que invitan a visitarlo.

Al llegar a la otra orilla, los castillos parecen estar al alcance de la mano, pero la montaña siempre engaña a la vista y todo es más grande y lejano de lo que parece. La caminata hasta el pie de las formaciones –de unos sesenta metros de altura- demanda gran esfuerzo y un largo rato por sendas que por momentos se pierden entre el pedregullo y las matas, en una cada vez más pronunciada pendiente de blanda arenisca en la que los pasos se hunden y retrasan el andar.

 Ya en la base del monumento sus paredes ocupan todo el campo visual y a uno lo invade esa extraña sensación de grandeza tras alcanzar una meta imponente, que paradógicamente evidencia la pequeñez humana.

Los recovecos y sombras son ideales para sacar la vianda y el equipo de mate, sentarse y contemplar el camino recorrido y el paisaje de malales con el fondo de la cordillera y sus nieves eternas, al otro lado del río, para entonces casi tan distante como el verde del camping y su bosque. Pero la nueva tentación es emular a los Pincheira y trepar hasta los refugios en lo alto, por lo que conviene dejar el picnic para después y sólo hidratarse para soportar la subida, con el sol que refracta implacable en las rocas.

HACIA LA CUMBRE

El último tramo es de ascenso sobre la piedra pelada, por desparejos escalones naturales y caminos de cabra que bordean los paredones que caen a pique. Como en todo lugar de rocas erosionadas surgen curiosas formas y uno descubre un enorme sapo, el perfil de un señor sonriente, un hacha gigante o una gran mano que asoma desde el suelo, y la subida se hace entretenida.

El ascenso, no apto para quien padezca vértigo, no tiene la dificultad de una escalada, aunque serían útiles unos grampones, estacas, cuerdas o un bastón de montañista, pero a falta de esos implementos hay que arreglárselas con manos, pies y rodillas, gatear y hasta arrastrase metro a metro. A medida que se gana altura, un viento seco comienza enfriar la transpiración, aumentan los latidos y se requieren descansos cada vez más frecuentes.

El esfuerzo da sus frutos y después de un buen rato se accede a la cúspide, una cresta desde la cual se ve, a “espaldas” de los castillos, infinidad de cumbres de cerros grises y más oscuros hasta el horizonte, sobrevoladas por cóndores solitarios. Allí arrecia un seco viento y la temperatura es mucho más baja que en la base.

Las fuertes ráfagas amenazan el equilibrio en ese angosto filo que desde abajo era la punta de la proa del supuesto barco, por lo que sin equipo adecuado es imposible concretar el deseo de todo el que sube una montaña: erguirse en su punto más alto, al borde del abismo.

Lo que sí se puede, unos metros antes y bien afirmado, es disfrutar del paisaje que regala ese mirador privilegiado que domina todo el valle, con el río convertido en un hilo celeste allá abajo, el cámping como un verde manchón al otro lado, las oscuras cadenas de malales graníticos en los que se mueven diminutos caprinos y el sol que comienza a declinar sobre los nevados en la frontera con Chile, todo con el fondo de un cielo azul que sube de tono con las horas de la tarde.

Una grieta se adentra en la roca y por ella se puede descender hasta el refugio de los bandoleros, donde unos pasillos se ramifican hacia galerías y ventanas desde las que se controlan todos los accesos posibles. La luz solar que filtra al interior es tenue y en esa semipenumbra el ulular del viento y el lejano murmullo del río lo transportan a uno en el tiempo y en los huecos y oscuros pasadizos es posible alucinar las voces de los bandidos y sus risas al festejar un botín, también un grito de alerta ante la llegada de fuerzas de la ley, órdenes presurosas,  corridas, algún relincho y el silencio del lugar al quedar nuevamente desolado para decepción de los perseguidores.

 El carácter legendario de estas formaciones se debe a que los Pincheira armaron una estrategia para su supervivencia en el lugar, pero éstos en realidad no descubrieron ni inventaron nada, ya esas tierras las habitaron los pehuenches desde tiempos precolombinos, y para ellos también los actuales Castillos fueron un punto estratégico para fines defensivos

Desde arriba se descubre con mayor facilidad el camino que baja hacia el río, lo que también debió ser una ventaja de la banda -y de aquellos primeros habitantes de lo que es hoy Mendoza- en el momento de ocultarse y huir. El descenso es más rápido y relajado y en poco tiempo se llega a la seguridad del suelo sin abismos, vientos ni grietas, y a la comodidad del camping a la hora de la merienda.

ORIGEN GEOLÓGICO

Los Castillos de Pincheira parecen aflorar entre las montañas, pero en realidad son sedimentos de erupciones volcánicas, lo mismo que los conos de derrubio que hay entre ellos y el río Malargüe.

La arenisca que compone este conjunto sedimentario se desgasta con facilidad por la acción del agua y del viento, lo que genera las formas que permiten jugar con la imaginación. La gran amplitud térmica de la zona, tanto diaria como estacional –nevadas y viento zonda a dos mil metros de altura- mantiene vivos sus colores y solidifica esas  formas que se convirtieron en atractivo turístico.

Sobre la otra margen del río, después del camino, hay unos largos y sinuosos paredones de “techos” planos, que muchos describen como “cortados a pique”. Estos sí son afloramientos, de basalto, una roca muy dura que resistió la presión de los plegamientos hace millones de años y emergió formando los “malales”, que en lengua pehuenche significa corrales.

El nombre obedece a que en esos planos los indios juntaban el ganado caprino y cerraban la bajada, los que dejaba a los animales encerrados contra el precipicio. Los malales le dieron a la zona el nombre de Malal Hué, o tierra de malales, que finalmente derivó en Malargüe.

LOS PINCHEIRA

La banda que se escondía en esos roquedales estaba compuesta por los seis hermanos Pincheira y un centenar de hombres. Su líder era el ex oficial español en Chile José Antonio Pincheira, quien tras la independencia del país se rebeló contra las nuevas autoridades, cruzó la cordillera y con sus hombres se asentó en Malargüe, desde donde  asolaron poblaciones de los dos nacientes países en la década de 1820.

Los Pincheira pactaron con varios caciques, alentaron malones y saquearon asentamientos criollos en las actuales provincias de Mendoza, Buenos Aires, Córdoba y San Luis y en las VII y VIII regiones chilenas.

En 1829, desavenencias entre el jefe y su hermano Pablo llevaron a éste a abrirse de la banda y, con otros oficiales, continuar sus andanzas en Chile, mas fueron derrotados por las tropas del general Manuel Bulnes, que los pasaron a degüello. Pero del lado argentino, José Antonio era como un fantasma que atacaba y luego desaparecía en los Castillos, ya que dominaba sus accesos, caminos, galerías y miradores.

Bulnes cruzó desde Chile con mil hombres, dispuesto a atraparlo, pero él sobrevivió en ese refugio mientras, mediante el poder que le daba la fortuna que mantenía oculta, buscaba pactar con el gobierno de Chile. Fruto de esas negociaciones, en 1931 se entregó al general pero le fue perdonada la vida.

Los malargüinos aseguran que el tesoro de los Pincheira está oculto en un lugar de la Patagonia, cercano a San Martín de los Andes. Sin embargo, algunos también admiten que se trata de una leyenda que tiene más encanto que la historia oficial: El botín fue entregado al gobierno de Chile por el jefe de la banda a cambio de una amnistía que le permitió seguir con vida e indultado. (CsM)

 Gustavo Espeche ©rtiz

(Derechos reservados)

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
Pocket
WhatsApp

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *